miércoles, 24 de octubre de 2012

¿Y si…? (La espinita del Salmantino)


Procrastinando la corrección de redacciones entro en Meetic a ver qué se cuece. Poca cosa: Un flechazo aquí, un mail que no puedo abrir allá, y de repente, un mensaje de chat de un apodo familiar. Es el Salmantino, con un saludo muy original que ya me había hecho hace uno o dos millones de años, en la era pre JL, pre Luke, pre hastío.

“Este chico está tonto”, me digo, pues sabe de sobra que no puedo usar el chat. O no se acuerda, que es lo más probable (con la que monté para poder pasarle mi e-mail). Me indigno al darme cuenta y me propongo ignorarle, pero no puedo. La curiosidad mató al gato, dicen y a esta gata la curiosidad le ha hecho hacer más de una tontería horizontal, vertical, y últimamente, frente a la pantalla de un ordenador. Me conecto al Messenger porque “¿Y si…?” 

Cómo odio los “¿Y si…?”, especialmente cuando se los pregunta la Meg Ryan que tengo encerrada bajo dos candados en el sótano de mi subconsciente. ¿Y si este hombre que me hizo soñar por chat y luego desapareció es, finalmente, el hombre de mi vida? ¿Y si por orgullo estoy despreciando la oportunidad de conocer al único soltero realmente interesante de Meetic? ¿Y si aunque nunca más escribió, contestó, ni accedió a quedar conmigo, secretamente ha estado pensando en mí, arrepintiéndose de su cobardía? ¿Y si su silencio se debe a motivos inconfesables, como haber sido secuestrado por un dictador africano que le sorprendió intentando instaurar la democracia en el país? ¿O resultó herido al salvar a una inocente ancianita de las garras de un delincuente perverso, mallas de lycra incluídas?

Tengo que averiguarlo, así que espero impaciente a que me responda, y ahí está, prometiéndome (cómo no) que mañana viene a Madrid y que le gustaría que nos viéramos. Intercambiamos números y la voz de Helena Bonham-Carter (que está amordazando a Meg con un calcetín) me dice que no sea ilusa, que no va a aparecer.

Como no las tengo todas conmigo, al día siguiente llego media hora tarde a la cita y para mi sorpresa, él está ahí, esperándome. Y para mi sorpresa, no hay chispas ni mariposas, ni dragones sobrevolando nuestras cabezas. Sólo un par de cervezas en la mesa y una conversación sobre ciencia ficción y Marte. Él está convencido de que nuestros nietos se mudarán allí a vivir una vez agotados los recursos en la Tierra y yo le digo que es más fácil transformar este planeta e importar agua que irnos todos para allí cual caravana dominical de los 60 pero en naves espaciales (con lo complicadas que son las mudanzas). Luego pasamos a discutir regímenes políticos y sociales de ahora y de siempre y critica mi “relativismo”. Con lo orgullosa que estoy de mi relativismo y del esfuerzo que me ha costado llegar hasta él. 

Otro bar y religión, cine (Lars Von Trier es trending topic en todas mis citas), Ana María Matute y Olvidado rey Gudú, y sin darnos cuenta ya es más de la 1 y me lo estoy pasando genial. Como me lo pasaba con los colegas frikis de la tienda de cómics que frecuentaba en mis años de universidad. La conversión es igual de animada y mi atracción sexual es igual de nula. Para animar la cosa, se me rompe el tirante del vestido y le enseño sin querer una teta, pero ni por esas la temperatura de la cita se eleva, hacemos que no ha pasado nada y seguimos con la charla.

Un poco antes de las dos dice que se tiene que retirar, que aún le quedan unos cuantos kilómetros hasta Salamanca, así que nos despedimos, y yo no puedo quitarme una sonrisa triunfal de la cara.

Ya está, fuera espinita, se acabó el fantasear con el Salmantino, se acabaron los “¿Y si…?” Ya sé quién es y ya sé que no quiero nada con él. Sé que me encantaría presentárselo a una amiga si me quedara alguna soltera. Qué engañoso es esto del ciberespacio, cómo jugamos con nuestras mentes y nuestras expectativas, cómo nos mentimos. Me monto en el búho sintiendo como que atravieso una cortina de humo y al otro lado están las ganas que tengo de echar un Trivial, no un polvo, con el Salmantino.

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